José Luis Sanz
Jefe de información de LA PRENSA GRÁFICA
“¿Ganará Mauricio?” La pregunta del millón; la que rebota en todos los pasillos y rincones. Me la han hecho dentro y fuera del país colegas de profesión y extraños, empresarios, cooperantes, visitantes de paso, algún diplomático o estudiantes universitarios con claras simpatías efemelenistas... Siempre contesto lo mismo: “No sé. Es pronto para dar un ganador. Todavía pueden pasar muchas cosas”.
A siete meses de la elección, no es solo que las encuestas, cualquiera que uno quiera dar por buena, arrojen diferencias demasiado cortas. Es la certeza de que algunos de los hechos políticos de mayor relevancia para la presidencial de 2009 aún están en recámara y pueden afectar las percepciones, semilla de los votos. Por un lado, Rodrigo Ávila no ha demostrado aún quién es y qué lugar va a hacer suyo en el delicado proceso quinquenal de reinvención de ARENA. Por otro, Mauricio Funes no ha logrado todavía disipar la confusión que planea sobre su contrato prenupcial con el FMLN. El empresariado nacional desconfía de este pero no comulga públicamente con aquel. Y el tiempo del cuerpo a cuerpo se acerca pero de momento ningún candidato ha tenido que responder en caliente y con cámaras delante a los desafíos y las posiciones del otro.
Hasta ahora, la campaña, por muy adelantada que fuera, ha sido de baja intensidad. Funes, consciente de su ventaja en plazos cumplidos y números, parece trabajar con los dedos cruzados para que los días y las semanas transcurran sin olas, sin preguntas, sin ruido. En su afán por adormecer la campaña ha diluido sus propuestas en generalidades —sabe que es Ávila el que necesita prometer y sorprender para remontar—, no ha desatado todavía las baterías propagandísticas del Frente y ha regalado, incluso, un espacio y tiempo de calma a su adversario, para no concederle titulares, para no darle puntos de apoyo dialécticos, para ojalá invisibilizarlo.
Ávila, el candidato más zancadilleado —por sus prójimos— de la historia de ARENA, ha invertido esa calculada tregua en carpintería interna, y apenas despierta de un estado catatónico en el que muchos le dieron por muerto. Lo cierto es que aún no repunta claramente, pero como un cercano colaborador de Funes me admitía esta semana, “ya levanta”. La elección de su compañero de fórmula, tarde o temprano, marcará un punto de no retorno en su proyecto político. Él pretende que tenga para la opinión pública la relevancia y trascendencia que no tuvo su propia postulación, pero por encima de todo esa designación sentenciará ante los votantes la personalidad del mismo Ávila: su grado de independencia —tanto respecto a Saca como frente al resto de sectores del partido—, su conciencia de las carencias propias, su valentía o falta de ella al representar o no un proyecto de verdadero cambio que robe o al menos dispute al FMLN la bandera de la alternancia como única vía de avance y mejora, en estos tiempos de ya indiscutible crisis.
Porque esa bandera, y en el Frente lo saben los más cuerdos, no ondea todavía del todo, en buena medida porque tampoco Funes ha probado ser el motor de cambios que prometía en forma tácita. Hasta el momento el Frente, vale decir su cuerpo de dirigentes, no ha transigido en sacrificar un ápice su firme control del partido para dar al candidato —externo— el oxígeno que necesita, y por eso su latente liderazgo transformador espera aún, si no hechos, sí al menos gestos unívocos que lo apuntalen.
Como resultado, Mauricio Funes aún parece, para quienes no militan en el FMLN, un hombre que —si diéramos por buena, que no es poco, la idea de que quiere renovar la izquierda partidaria— en buena medida batalla solo. La buena noticia para todos, que la hay, es que la actual incertidumbre puede engendrar pactos de Estado, y sin duda da una lección a quienes pudieran creer que un hombre solo, sin más aval que sus muchas o pocas virtudes, puede ganar una elección en El Salvador y salvar a la patria.
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